Entierros, velatorios
y cementerios en la vieja ciudad
John
Steinbeck decía que una persona pudo haber vivido una vida dorada o una vida
deslucida, con afectos o desencuentros, pero al morir se convierte en el centro
de una de las manifestaciones más complejas de la sociedad: los ritos
funerarios, reflejos de los hábitos y costumbres de un pueblo o una época.
Nuestra ciudad nació y creció entre muertos que se enterraron y descansaron por
siglos en lugares insospechados para nuestras mentes del siglo XXI
Por Omar López Mato *
El 11 de junio de 1580, al fijar don Juan de Garay la cruz de madera
donde debía levantarse la iglesia mayor de la nueva ciudad, con la presencia de
los dos únicos sacerdotes que lo acompañaron, fray Juan de Rivadeneira y
Antonio Díaz Picón, indicaba de alguna forma, dónde dejarían sus huesos los
fieles cristianos que tuviesen la peregrina idea de morirse en esta mísera
aldea. Allí se enterraron los primeros habitantes de esta Santísima Trinidad y
su puerto de Santa María de los Buenos Aires, y luego se enterrarían por casi
dos siglos dentro de las iglesias que lentamente poblaron la ciudad. Todavía
esos templos albergan a algunos grandes señores honrados con la proximidad al
altar que su prosapia y prodigiosas acciones les permitieron merecer. Uno de
los más antiguos habitantes porteños que se conserva en la Catedral, fue
nuestro primer obispo, fray Pedro de Carranza, fallecido hacia 1630.
DESCANSO ETERNO EN LAS
IGLESIAS
En la iglesia San Juan Bautista descansan los restos de don Pedro Melo
de Portugal y Villena, quinto virrey del Plata, muerto en Montevideo hacia 1797
y trasladado a este reposo eterno por expresa voluntad. Además, bajo el coro de
esta iglesia existe una cripta que albergó los cuerpos de doscientas setenta
monjas clarisas.
En la iglesia de San Francisco y su respectiva capilla de San Roque
funcionaron hasta 1882 sendos enterratorios. A la entrada del templo están los
restos de fray Luis Bolaños, misionero del litoral; también de los frailes Gabriel
y Juan Arregui, hermanos y obispos franciscanos, promotores de la construcción
de este templo y fray Argañaraz. Bajo el altar funcionó una cripta a la que se
accede por el desplazamiento de una placa de mármol. Allí todavía reposa el
doctor Mariano Acosta ‑gobernador de Buenos Aires y vicepresidente de Nicolás
Avellaneda entre 1874 y 1880junto a su esposa María Remedios de Oromi Escalada,
sobrina de la esposa del general San Martín.
Una placa recuerda a la esposa del Virrey del Pino ‑la llamada
"Virreina vieja", suegra de Bernardino Rivadavia. Se conserva además
el hermoso ataúd que albergara a Fray Luis Bolaños, traído de España por el
capitán Maldonado. El camposanto que perteneció a esta iglesia se encontraba a
sus espaldas, donde estaba el pasaje 5 de Julio, hoy también desaparecido. Todo
a escasos metros de la actual Casa Rosada.
En Santo Domingo descansa en altar propio don Juan Antonio Lezica y
Osamiz, acaudalado comerciante que colaboró con su primo Juan José de Lezica y
Torrezuri, en la construcción de este templo (don Juan José tuvo menos suerte,
ya que murió y fue enterrado en Luján, donde habría sido confinado por razones
políticas: "No me voy, que me lleven", dijo irónicamente al ser
conducido a su reclusión). También dentro del templo están los restos de los
padres del general Belgrano, por las generosas contribuciones con las que
habían favorecido esa iglesia. También debería estar aquí don Martín de Alzaga,
por mérito y piadosa caridad, empañada a último momento por su ejecución en la Plaza
de Mayo, circunstancia que le impidió ser sepultado en el templo por el que
tanto había hecho (sin embargo, paradójicamente, una placa lo recuerda al lado
del general Zapiola, de conocida militancia masónica). Los restos de Alzaga
fueron hallados en el patio de la iglesia de San Miguel y trasladados a la
bóveda familiar en la Recoleta para reencontrarse con su esposa e hijas, que no
volvieron a salir de su hogar después del ajusticiamiento de su padre hasta que
la muerte las condujo a esa cripta. El general Antonio González Balcarce,
vencedor de Suipacha, yace en este templo, al igual que el general Hilarión de
la Quintana, tío de Remedios Escalada. El último en ser aquí enterrado fue José
Nevares Trespalacios, hijo de Alejo Nevares, ambos celosos defensores de la fe
de sus mayores.
Es en la iglesia del
Pilar, donde Martín Altolaguirre ocupa un lugar de privilegio, custodiado por
las reliquias de tantos santos asegurándose un espacio en los cielos, al igual
que su hermano, fray Francisco, enterrado bajo el Altar Mayor. Una placa bajo
el altar de la virgen del Carmen dice que la "Virreina Vieja" se
encuentra aquí enterrada. En realidad su cuerpo momificado se conservó en la
cripta de San Francisco, hasta el incendio del templo en 1955; después fue
trasladado a su presente emplazamiento. Con menor prosapia, pero más próximos a
nuestra historia, están enterrados aquí el doctor Miguel O'Gorman (fundador del
Protomedicato y tío abuelo de Camila), el tío de Bernardino Rivadavia y el
primero de los Yrigoyen, además de la madre del general Juan Lavalle, casi a la
entrada de la Basílica.
EN LA CATEDRAL
La Catedral alberga no sólo a José de San Martín, Gregorio Las Heras y
Tomás Guido, sino al combativo monseñor Federico Aneiros ‑bajo una hermosa
escultura de Víctor de Pol‑ y al cardenal Antonio Quarracino, que pidió ser
enterrado allí con sus padres. Además se encuentran otros obispos de esta
ciudad, como Fermín Lafitte, Mariano Espinosa, José María Bottaro y el cardenal
Antonio Caggiano.
En su cripta descansa don Domingo Basavilbaso, síndico de la Catedral,
distinguido caballero de destacados servicios al frente del primitivo correo
colonial, que le valió en vida la consideración del mismísimo Rey de España, y
más allá de las mundanas vanidades, el indiscutible honor de merecer un reposo
eterno en este lugar de privilegio. Su esposa está enterrada muy cerca de José
de San Martín.
OTROS LUGARES
Pero no todos ostentaban los méritos y blasones de estos señores. La
gente moría por los ataques imprevistos de indios y piratas, por hambrunas y
pestes. Cuando estas últimas asolaban a la población, se acostumbraba hacer una
fosa común lo más lejana posible para ahuyentar los malos aires, arrastrando al
occiso envuelto en humilde mortaja, atada a la cola de un caballo. Pronto las
iglesias agotaron sus espacios y se hizo necesario enterrar en las vecindades
benditas, que se llamaron Campo Santo. Aquí también la cercanía era una
condición de honor y los mismos muros se convirtieron en distinguidos sepulcros
como aún hoy se ven en la iglesia del Pilar.
Una vez cumplido el trámite del velatorio (para descartar inesperados
retornos del más allá), el fallecido era amortajado con un sayal de la orden a
la que pertenecía. Estos sayales decían tener mayor capacidad redentora en la medida
que hubiesen pertenecido por más tiempo a sacerdotes de renombrada santidad.
Juan José Paso, Encarnación Ezcurra, Agustina López Osorno de Ortíz de Rosas y
hasta don Hipólito Yrigoyen, fueron enterrados siguiendo esta costumbre.
Una vez trasladado el ataúd a pulso hasta la iglesia, acompañado por
los deudos y el tañido de las campanas, se oficiaba primero una misa de
difuntos, para ser conducido finalmente hasta una fosa cavada bajo el piso del
templo. Vuelta la baldosa a su lugar, sólo se señalaba ese sitio en
circunstancias muy especiales. Pero las familias reconocían el lugar y
generalmente allí se ubicaban cuando asistían a los servicios religiosos. Los
entierros en campo santo eran menos espectaculares, ya que estos lugares eran
reservados para personajes de menor abolengo.
Esta costumbre de
enterrar en las iglesias tendría sus días contados, cuando llegaron al gobierno
de la provincia de Buenos Aires Martín Rodríguez y su ideólogo, Bernardino
Rivadavia. Aunque en 1803 ya se había prohibido sepultar en los templos por los
peligros que eso implicaba para la salud (más los aromas irrespirables durante
el verano), la medida fue resistida por la población que continuó sepultando en
las iglesias, a falta de otro lugar más adecuado.
Desde 1787, la Real Hermandad de San José y Animas del Campo Santo, se
encargaba de ofrecer cristiana sepultura a todos aquellos que no podían
afrontar los gastos del entierro, y oficiaban el rito en un terreno vecino a la
Parroquia de San Pedro González Telmo (ubicado sobre la actual Humberto 1° y
Defensa).
ESCLAVOS Y DISIDENTES
El asunto de la muerte se complicaba en el caso de los esclavos, que
cuando fallecían eran abandonados en algún "hueco" o espacio para ser
devorados por los cientos de perros cimarrones que vagaban por la ciudad. O con
las guerras, como en tiempos de las Invasiones Inglesas, que obligaron a
utilizar el patio del Convento de las Clarisas (Alsina 824), donde fueron
enterrados los héroes patricios de esas jornadas.
Otro problema eran los impíos protestantes, enterrados precariamente a
orillas del río, en los bajos del Retiro. Esta situación se subsanó hacia 1820,
cuando la poderosa colectividad inglesa obtuvo el permiso para emplazar un
cementerio a espaldas de la Iglesia del Socorro, comprado a la viuda de Benito
Zelada, donde estuvieron enterradas la esposa del diplomático Woodbine Parish y
la hija de Guillermo Brown, Elizabeth, junto a su prometido, el oficial Francis
Drumond, muerto en la batalla de Monte Santiago en brazos del Almirante. Años
después, pediría que a su muerte sus restos fuesen sepultados junto a los de su
adorada hija (víctima de un suicidio romántico), como se puede ver actualmente
en el cementerio de la Recoleta, donde una caja de madera se esconde tras el
bronce de los cañones que atesoran los restos de Brown. No pasó lo mismo con su
esposa, Elizabeth Chitty de Brown, que actualmente yace en el lugar que ocupara
el segundo cementerio de disidentes, en la plaza Primero de Mayo, ubicada en
Pasco y Alsina, donde también dicen que quedó el abuelo inglés de Carlos
Pellegrini, el ingeniero Bevans.
Finalmente, los ingleses, estadounidenses y alemanes intercambiaron
estos lotes por tierras vecinas a la Chacarita y aunaron sus fuerzas para
honrar a sus muertos, cosa que las guerras mundiales consiguieron nuevamente
dividir en los actuales cementerios Británico y Alemán, separados por una
ligustrina.
EL CEMENTERIO DEL NORTE
El 13 de diciembre de 1821, Martín Rodríguez y Bernardino Rivadavia
refrendan el decreto 109 que obligaba a "Todos los cadáveres a ser
conducidos y sepultados en el cementerio que se llamará de Miserere". Pero
como no se disponía del dinero para refaccionar este enterratorio (lugar que
hoy ocupa "Nuestra Señora de Balvanera"), se optó por decomisar el huerto
que poseían los padres recoletos, vecino a la Iglesia del Pilar. Así se creó el
cementerio del Norte, por un artículo del 8 de julio de 1822, siendo nombrado
capellán el padre Juan Antonio Acevedo, que ya ejercía esa función en el
humilde cementerio de los betlemitas.
Las primeros habitantes de este nuevo campo santo fueron "el
liberto Juan Benito y María de los Dolores Maciel, niña de Uruguay", al
decir de Jorge Luis Borges, que le dio un origen oriental, aunque el folio I
señale a la joven como natural de esta ciudad (una versión menos poética dice
que el primero en ser enterrado fue
Gregorio Real y Díaz Vélez, muerto de tisis, según el diario de Juan
Manuel Beruti, aunque la gente prefiera siempre un curioso desliz literario a
una certera realidad). Mariano Zabaleta otorgó a este huerto su bendición. Esta
secularización no fue por todos mansamente recibida y mereció las punzantes
críticas de fray Cayetano Rodríguez y de fray Castañeda, que terminaron con el
exilio de este belicoso sacerdote al fuerte San Martín, en tierras de don
Francisco de Ramos Mejía, donde no cesó con su activa búsqueda de herejías.
Pero esa es otra historia .
LA RECOLETA
El humilde huerto se pobló de cruces y de túmulos, a lo largo de los
caminos diseñados por el ingeniero francés Próspero Catelin, asistido por el
misterioso Pierre Benoit, el nunca ungido Luis XVII de Francia, según la
chismografía local. Ambos diseñaron el frontispicio de nuestra Catedral. Benoit
fue por mucho tiempo jefe del Departamento de Topografía, al que no podía asistir
por enfermedad. Don Juan Manuel de Rosas jamás lo molestó, "Dejen
tranquilo al francés" solía decir. Murió misteriosamente después de la
visita de un compatriota.
Por años nuestro cementerio creció descuidado y anárquico, como la
nación, mereciendo algunas construcciones de más envergadura en las que algunas
familias enterraban a sus deudos, como los Bustillo (los primeros en erigir una
bóveda), los Anchorena y la de Ignacio Pequeño, que persisten hasta la fecha.
Más hacia el fondo (sobre lo que hoy es la calle Azcuénaga), en una
fosa común, se enterraban a los muertos apilados de a cuatro, sin más ceremonia
que unas paladas de cal y tierra.
En 1825 la ciudad fue testigo de un evento muy particular, quizás sólo
comparable al traslado del cementerio "Des Innocents" a las
catacumbas parisinas ("El imperio de la Muerte", como reza a su
entrada). Por orden de las autoridades nativas, deseosas de limpiar la ciudad
de dispersos cadáveres, se obligó a trasladar masivamente a los quietos pobladores
de iglesias y campos santos hacia el Cementerio del Norte, oportunidad en que
los habitantes de Buenos Aires pudieron ofrecer un impensado último adiós a sus
seres queridos (así es que el doctor Cosme Argerich llegó al lugar que ocupa
hoy en la Recoleta).
Periódicamente, existían amenazas de clausura para evitar el desorden
en el que crecía la nueva necrópolis, mientras se iba poblando de nuevos
ciudadanos meritorios y otros menos plausibles. Aquí, don Juan Manuel de Rosas
enterró al coronel Manuel Dorrego un año después de su muerte y reservó un
espacio para aquellos habitantes distinguidos ‑a criterio del Restaurador‑ por
sus tareas cívicas: Pedriel, Estomba, De la Peña, Deán Funes, Marcos Balcarce y
Cornelio Saavedra, accedieron a ese Olimpo patricio casi en el corazón de la
Recoleta, en el "Panteón de los Ciudadanos Meritorios". Mientras
tanto, a la entrada se erigió el primero de los muchos monumentos funerarios
que adornarían estas bóvedas, la que el Antonio Demarchi encargara a su amigo
Tartarini en honor a su suegro, el general Quiroga. Así nació "La
Dolorosa", que no es una virgen, sino la imagen transida de dolor de María
Fernández, esposa de Facundo, imagen reproducida sobre los techos de las tumbas
que alternan con arcángeles y cruces los cielos del cementerio.
En los primeros tiempos, el arte funerario era más sobrio y ascético
que el que impondría la burguesía adinerada de fines del siglo XIX. Sólo
copones, túmulos y placas de mármol con laudatorias referencias hacia los allí
enterrados‑como los doctores Fonseca y Medina‑ o en el caso del comerciante
Francisco Alvarez, que en su tumba acusa a sus desleales "amigos"
asesinos (1). Los excesos de la Mazorca, las guerras civiles, las eternas
pestes y el retorno con gloria de los unitarios muertos en el exilio, terminaron
por completar los espacios disponibles que vieron desbordada su capacidad
durante la epidemia de fiebre amarilla. Atiborrada la Recoleta y el cementerio
del Sur, se dispuso la creación del Cementerio del Oeste en la Chacarita de los
Colegiales hacia 1871, en las antiguas tierras de los jesuitas, entonces en
manos del Colegio Nacional Buenos Aires, que usaba esas dependencias para
esparcimiento de sus estudiantes, como relatara Miguel Cané en Juvenilia. Era
un bucólico espacio donde pastaban las vacas entre sepulcros y cruces. La
primera persona en ser enterrada aquí fue el albañil Manuel Rodríguez, muerto
justamente durante la epidemia.
TRANSPORTANDO MUERTOS
Los adelantos permitieron el traslado hacia esas lejanas comarcas a
través de la legendaria "Porteña" (2), que en épocas de crisis servía
de "tren fúnebre", como se le dio en llamar, reemplazando al carro
fúnebre prestado por la policía, según el famoso decreto 109 de 1822, que
establecía gratuidad en caso de pobreza de solemnidad y más adornos y lujos,
según crecientes tarifas.
El primero en gozar de
este privilegio en 1822 fue Augusto Rodney, ministro plenipotenciario
estadounidense, sobrino de uno de los firmantes del acta de Independencia
americana, sorpresivamente fallecido durante su visita a Buenos Aires y
enterrado con pompa en el primer cementerio protestante.
Existió a su vez otro
carro extraño, pintado de blanco, con cortinas celestes, conducido por un joven
vestido de colorado con sombrero coronado por un penacho blanco, reservado para
los entierros de niños, que se dio en llamar el "Carro de los
Angelitos".
Las familias competían en mostrar desmedido dolor y respeto por el
difunto, alquilando carros en proporciones exageradas, lo que llevó al
gobernador Juan José Viamonte a legislar, en octubre de 1829, un decreto
limitando el número de vehículos, ya que este afán de ostentación había llevado
a la ruina a más de una familia de pocos recursos, pero con grandes
aspiraciones.
En 1888 se hizo cargo de este lúgubre transporte la compañía de
Tranvías Federico Lacroze, con seis servicios diarios que partían de Corrientes
y Medrano.
Hacia 1863 surgió un nuevo enfrentamiento entre las masónicas
autoridades y la Iglesia, que hasta el momento se había negado a permitir
descansar en campo santo a todos aquellos que se opusieron a sus creencias,
llegando al punto de desenterrar o negar sepultura al ex presidente Santiago
Derqui, excomulgado por el obispo de Córdoba, monseñor Benito Lascano. Ese año
murió Blas Agüero, conocido francmasón y ateo (que no son la misma cosa, como
simplistamente veían sus opositores), amigo personal del general Bartolomé
Mitre. Monseñor Aneiros le negó cristiana sepultura, a lo que Mitre se opuso y
ordenó su entierro en la Recoleta. Monseñor Aneiros quitó entonces la bendición
al cementerio, circunstancia que persiste a la fecha. Esto permitió un espacio
de libre expresión al ideario masónico a través de oscura simbología que pasa
inadvertida para el no iniciado, aun desde el mismo pórtico del cementerio.
Domingo F. Sarmiento sancionó en octubre de 1868 un reglamento,
intentando ordenar un tanto la desorganizada necrópolis. De esta manera, ponía
en práctica alguna de las ideas que había estudiado durante su estadía en
Europa. Copiando el orden germano de sus "Totenhaus" ‑casas de
muertos‑ ordenó que ningún cadáver podía ser enterrado antes de transcurridas
treinta horas, permaneciendo con la tapa sin clavar y con un cordel atado a un
dedo del difunto con una campanilla, para el caso de que éste decidiese
retornar al mundo de los vivos.
Igualmente el cementerio crecía en anarquía, hasta que el activo
Torcuato de Alvear, el primer intendente de Buenos Aires, decidió reorganizarlo
bajo la dirección de su dilecto colaborador, el arquitecto Juan A. Buschiazzo,
imprimiendo al lugar el aspecto que hoy conocemos, convertido en Panteón de la
Patria, con algo de museo fúnebre como Pére Lachaise en París y Staglieno en
Génova.
En nuestras tierras se acudía a tributar un último adiós a los que
partían, con profusión de trajes negros, luto riguroso (que se mantenía por
meses), muchos llantos (aun a expensas de contratadas lloronas), largos y
algunos memorables discursos, con más de un orador cuando la importancia del
difunto así lo requería.
Estas ceremonias estaban reservadas solamente a los hombres. Las
mujeres sufrían en su hogar, no en público.
Las visitas al cementerio eran obligadas y las familias se paseaban
por sus corredores no sólo para rendir respetos al ido, sino con inconfesables
vanidades y ostentaciones mundanas. Las vecindades del cementerio se poblaron
con marmolerías,
broncerías, constructores y floristas en las mismas cuadras que hoy
ocupan elegantes restaurantes y lugares para noctámbulos. Esta característica
frívola, que tanto asombra a los turistas, tiene su origen en las Romerías del
Pilar, festejos en honor a la virgen
de Zaragoza, que se llevaban a cabo todos los 12 de octubre en las
cercanías del cementerio, hasta bien entrado el siglo XX.
EL ARTE EN LA RECOLETA
El crecimiento económico permitió a la acomodada burguesía copiar
lujosos detalles aprendidos durante sus prolongadas temporadas europeas,
materializadas en el magnífico Cristo de Monteverdi (donado por una dama que
prefirió el anonimato), las bóvedas de los Ortiz Basualdo ‑réplica de la bóveda
Montanari en Staglieno‑, los monumentos a los generales Campos o el magnífico
sepulcro de José C. Paz, obra del escultor francés Jules Félix Coutan.
Pero los artistas no fueron solamente europeos. Todos los notables
escultores argentinos conocidos ‑y algunos ignotos nos legaron sus obras de
bronce y mármol: Lola Mora, Lucio Correa Morales, Luis Perlotti, José
Fioravanti, Torcuato Tasso, Tomas¡ Leone, Agustín Riganelli, Pedro Zonza Briano
y el desconocido Godin, dejaron su impronta tanto en la Recoleta como en la
Chacarita, honrando a ilustres prohombres y personajes que a veces lograron su
persistencia en el recuerdo gracias a su última morada. Tal el caso del
cuidador Alleno, que siguiendo la usanza de sus mayores genoveses, se hizo
retratar de cuerpo entero por el escultor Canepa ‑en Italia‑, tal como era en
su juventud, cuando se paseaba por estos pasillos con sus llaves y un pañuelo
al cuello.
Otros, no sólo permanecen en la memoria por la estatuaria sino por
insólitos requerimientos. Como el señor Gath, de la tienda Gath & Chaves,
sosteniendo entre sus manos un dispositivo eléctrico para abrir su féretro en
caso de necesidad imperiosa, cosa que afortunadamente hasta la fecha no ha
utilizado. O la tenebrosa historia de Rufina Cambaceres, supuestamente enterrada
en estado cataléptico, aunque falten evidencias para afirmar esta dolorosa
circunstancia. Al menos este penoso episodio nos permitió gozar de la hermosa
obra de Richard Aigner, primera trabajo art nouveau de Buenos Aires.
Los cementerios son lugar
obligado de multitudinarias demostraciones de respeto, como el adiós a Hipólito
Yrigoyen o a Carlos Pellegrini. O de actos de repudio, como la dolorosa muerte
del joven Abel Ayerza a manos de la mafia siciliana. Escenarios del imborrable
dolor por los muertos durante la gesta de 1890 en el panteón del Partido
Radical. Testigos de la idolatría popular como el culto a la Madre María en la
Chacarita, a Carlos Gardel o al último reposo de Eva Perón, todos ellos con
permanentes homenajes florales.
Una constante en todas nuestras necrópolis es la profusión de placas
de bronce (como una característica muy particular del país, ya que aún en los
cementerios de pueblos pequeños, hacen su permanente aparición) con la que no
sólo parientes, sino amigos o compañeros de trabajo recuerdan al difunto.
Hoy, que pretendemos mantener a la muerte alejada de nuestra vida
diaria, esta ha sido desprovista de su connotación religiosa y de su
magnificencia renacentista que aunaba los logros terrenales con los méritos
trascendentes. Los entierros han perdido su fastuosidad exterior para
convertirse en un acto casi íntimo, de último adiós y mínimo luto, que ya no
necesita ¡los palcos baignoire de
viudas del teatro Colón, un espacio donde ocultarse para escuchar música sin
concitar malignos comentarios.
Los tiempos
han cambiado, y de "los panteones enfilados, cuya vanilocuencia hecha
mármol, de rectitud y de sombra interior promete o prefigura la deseada
dignidad de estar muerto', que describía Jorge Luis Borges, hemos pasado a
elegir bucólicos paisajes de verdes fulgores, con una simple cruz que recuerde
el tránsito por esta vida... Al igual que Borges.
NOTAS
1. Léase el artículo de Jimena Sáenz "El peor de los Alzaga", en Todo es Historia N° 56, diciembre de
1971.
2. La
Porteña, conducida por el ingeniero Alban, trasladaba los féretros con las
víctimas de la epidemia. El ingeniero murió en ejercicio de sus funciones.
EL CEMENTERIO
DEL SUR
Fue creado
por el decreto del 1°‑ de junio de 1832 de don Juan Manuel de Rosas. Diseñado
originalmente por Prilidiano Pueyrredón, recién fue inaugurado en 1867. Para
1871 ya estaba saturado, fruto de las sucesivas epidemias de cólera y fiebre
amarilla. Fue clausurado definitivamente en 1892, y sus tierras destinadas a la
formación del Parque Bernardino Rivadavia, actualmente llamado Florentino
Ameghino. En su centro, una estatua de Ferrari recuerda a los caídos en
cumplimiento del deber durante la epidemia de fiebre amarilla. Los difuntos
fueron trasladados a otros cementerios, entre ellos estaban José Mármol y el
doctor Francisco Muñiz, actualmente en la Recoleta. Aunque no todos fueron
exhumados y probablemente queden algunas tumbas bajo la superficie del actual
parque, como la de la esposa del general Gregorio Aráoz de Lamadrid, Luisa Díaz
Vélez‑esposa, madre y hermana de héroes de la patria‑ a quien el poeta Guido
Spano diligentemente asistió en sus últimos momentos.
EL MIEDO A SER ENTERRADO VIVO
El miedo a ser enterrado vivo quizás sea más viejo que el miedo a la
muerte. Los errores de diagnóstico, los mitos populares y la improbable
catalepsia inspiraron más de una novela tenebrosa y quizás alguna disposición
protectora entre la parafernalia testamentaria.
Debemos comprender que recién hace sólo ciento cincuenta años el
doctor Bouchout (uno de los discípulos de Laénnec, el inventor del
estetoscopio), propuso la auscultación como método de diagnóstico para
dictaminar la muerte. Pero todos los médicos saben que diversas circunstancias
pueden hacer los latidos inauscultables. En realidad, la discusión científica
la comenzó el doctor Jacques Winslow hacia el 1700, afirmando que el único
signo indiscutible de muerte era la putrefacción. Sus escritos hubiesen pasado
inadvertidos si no fuese por otro colega, el doctor Brushier, que le dio vuelo
literario al tema. Esto, junto a relatos poco sustentables científicamente‑pero
de popular predilección‑hicieron de esta posibilidad un elemento a considerar.
El tema fue de trascendental importancia en Alemania, donde el destacado
profesor Hufeland diseñó los primeros "Asilos de la vida dudosa",
donde se guardaban los cuerpos con exquisitos arreglos florales hasta que los
gérmenes saprófitos realizasen su trabajo, confirmando el proceso de defunción.
Probablemente Sarmiento (al igual que muchos turistas) haya visitado estas
casas, ya que impuso algunas de las normas germanas en su reglamento de 1868.
El mismo temor hizo crear toda una serie de ataúdes ‑como el
"Karnice", diseñado por el conde ruso del mismo nombre‑, para
asegurar la sobrevida del recién llegado del reino de los muertos, mientras
avisaba en la superficie, su retorno al mundo de los vivos.
Los ingleses, siempre más prácticos, solían dejar una generosa suma de
dinero a su médico personal, para que se asegurase de que no habría un
desagradable retorno. El galeno generalmente cortaba la yugular, o para no
andar con vueltas, cortaba la cabeza (como a la esposa del capitán Burton, el
traductor de Las mil y una noches). A medida que la ciencia aseguraba los
métodos de diagnóstico, estos miedos fueron perdiendo fuerza, aunque cada tanto
surgía un nuevo relato sensacionalista de la mano de algún fanático de las
teorías de Brushier y Hufeland. Hoy, este temor ha sido reemplazado por otro
más sofisticado, bajo la sospecha de que nuestras vidas podrían acortarse ex
profeso, por inescrupulosos profesionales ávidos por obtener nuestros latientes
corazones o jugosos riñones, para transplantes. Temor prolongado por películas
y lecturas pasatistas, inspiradas en estos temas truculentos que nuestro morbo
nos empuja a leer.
LA CREMACION
La incineración de los cadáveres fue una costumbre especialmente
difundida entre las tribus nómades que no podían trasladar a sus muertos. La
Iglesia Católica la prohibió expresamente hasta 1960. Los protestantes no
objetaron este método y lo prac tican frecuentemente.
El primero en proponer la cremación en la Argentina fue el doctor
Pedro Mallo hacia 1879, a
través de la Sociedad Científica Argentina, aunque la primera se haya
practicado recién el 26 de diciembre de 1884. Justamente, el día anterior había
muerto el señor Pedro Doime, afectado por la fiebre amarilla. Así fue como el
doctor José María Ramos Mejía, director de la Asistencia Publica y junto con el
doctor José Penna, director del hoy llamado Hospital Muñiz, ante la posibilidad
de una nueva epidemia como la catastrófica de 1871 (que costó alrededor de
15.000 vidas) decidieron, con la aprobación del intendente Torcuato de Alvear,
cremar el cadáver, cosa que se llevó a cabo en el predio central de la casa de
aislamiento (Hospital Muñiz).
La ordenanza del 7 de abril de 1886 dispuso la obligatoriedad de
incinerar sin excepción todos los cadáveres, de los fallecidos a causa de
epidemias y todos aquellos que así lo deseasen. A tal fin, existe una
dependencia dentro del cementerio de la Chacarita (en el llamado Templo
Crematorio en funciones desde 1903) que abunda en detalles técnicos sobre la
flora putrefactiva.
Su crudo verismo ha convencido a muchísimos de sus visitantes sobre
los beneficios de la cremación, como nos contara Roberto Arlt.
OTROS CEMENTERIOS PORTEÑOS
Además de la Recoleta, la Chacarita y los ya mencionados enterratorios
subterráneos y cementerios disidentes, existieron en Buenos Aires otras
necrópolis. En Flores se construyó un cementerio que albergó a los fundadores
de ese barrio y al legendario payador Gabino Ezeiza.
Belgrano no sólo tuvo su cementerio sobre la calle Monroe, sino que
existió un primitivo enterratorio sobre las barrancas. Allí fue enterrado
Marcos Sastre y posteriormente fue trasladado a la Recoleta.
Cercano al Cementerio Sur, existió un pequeño cementerio que albergó a
algunos ingleses víctimas de la fiebre amarilla. Estuvo emplazado cerca de
Plaza España, actual Instituto Malbrán. (Fuente señor Jorge Alfonsín).
Próximos a la iglesia del Socorro, sobre la actual Avenida 9 de Julio,
enterraron a algunos soldados del general Hilario Lagos, fallecidos durante el
sitio de Buenos Aires.
Por último, en Liniers se encuentra el único cementerio israelita de
la Capital Federal
LA
FOTOGRAFIA DE CORTEJO Y SEPULTURA EN BUENOS AIRES
Sabemos con certeza que la costumbre de fotografiar al cortejo cesó
por completo en la Capital Federal cuando desapareció el coche fúnebre a
caballos, treinta años atrás. Las últimas funerarias que utilizaran este
servicio todavía contaban con un fotógrafo para cubrir los sepelios hacia 1970,
aunque las fotos ya se hacían únicamente a pedido de los deudos.
Al parecer, en todos las épocas cada funeraria tenía su fotógrafo y
con él trabajaba regularmente, aunque no mediaba relación de dependencia ni
contrato alguno.
Las funerarias no tenían un servicio especial con fotos incluídas: las
fotos formaban parte del servicio de un modo suplementario, agregado, y los
deudos las compraban o no según quisieran. Cada servicio fúnebre era
publicitado en los diarios‑hablamos de los años 30/40‑y el fotógrafo concurría
directamente al velatorio. Tomaba fotos de las coronas y del féretro cerrado
(aunque no había restricciones que impidieran su trabajo, tenía especial
cuidado en no fotografiar el ataúd descubierto, excepto que los deudos pidieran
expresamente una imagen del difunto, algo más que excepcional para entonces).
Luego, registraba el momento en que el ataúd era sacado de la casa ‑momento
importante, ya que recordaba el abandono definitivo del hogar‑y, si los deudos
querían, hacía una foto a cada grupo de parientes sosteniendo el féretro:
hijos, hermanos, nietos. Después se fotografiaba el acompañamiento propiamente
dicho por las calles de la ciudad y la entrada al cementerio, En rigor, eran
secuencias rutinarias que tendían a la confección de un álbum recordatorio cuya
último foto era la lápida sepulcral. El fotógrafo hacía su negocio
independientemente de la funeraria y el mecanismo de venta no era diferente al
de las fiestas y casamientos, donde cada uno de los concurrentes compraba los
fotos que más le interesaban.
Los clientes más firmes para los fotos de cortejo y sepultura eran las
familias de inmigrantes. Siempre había algún pariente en Europa al que había
que enviar el recordatorio. Si su parentesco con el difunto era muy cercano
mandaban hacer una corona con su nombre y ordenaban una foto donde se lo viera
en lugar destacado, para dar testimonio de que la familia se había ocupado de
no dejarlo ausente durante la última despedida. Vale agregar anecdóticamente
que esta costumbre originaba situaciones graciosas: competencia entre los
parientes por la dimensión y ornato de las coronas, por ejemplo, o discusiones
para lograr una bueno ubicación de la propia corona cuando tomaban la foto del
conjunto.
La fotografía del difunto era un recordatorio de la muerte en sentido
estricto, en tanto que la fotografía de cortejo y sepultura era un recordatorio
del acontecimiento social que originaba la muerte. Esta diferencia, que a
nuestro juicio es muy importante, sugiere la hipótesis de que la fotografía de
cortejo y sepultura suplantó a la foto del difunto como última concesión que la
cultura otorgaba al recuerdo fotográfico ‑el más 'verdadero' y 'real' de la
muerte
Hoy la foto de cortejo y sepultura también se abandonó porque
cualquier recordatorio fotográfico de la muerte, así sea de sus consecuencias
más inocuas, como la reunión familiar, está interdicto. No tenemos más que
pensar en la posibilidad de que algún familiar o amigo saque una cámara
fotográfica y se apreste a tomar fotos en el velorio de un ser querido próximo ‑nuestra
madre, o hijo, o hermano con el sólo propósito de tener un recuerdo, para
darnos una idea de lo extraño, disparatado y agresivo que nos resultaría. Ni
qué hablar si pretende fotografiar al difunto por la mismo razón.
La presencia de una cámara fotográfica en las ceremonias fúnebres nos
resulta inadmisible excepto que la justifique y legalice una razón
períodística. Si el muerto, o las circunstancias de la muerte. son 'nota', la
foto no nos perturba. Sin esa razón o cualquier otra que no sea el recordatorio
la fotografía, en cambio, nos resulta simplemente morbosa y aberrante.
Príamo Luis, "La fotografía de
difuntos", en revista Fotomundo, 1990.
* Este artículo fue
publicado en “Todo es Historia” (Nº 424, Noviembre de 2002), que autorizó su
reproducción a la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires.