Costo de vida en Buenos
Aires para 1790
Cómo vivían, se vestían, comían
y transcurrían su vida cotidiana los habitantes de aquel Buenos Aires colonial
defines del siglo XVIII, lo describe Andrés Carretero a través de un relato
minucioso y documentado, ameno y esclarecedor.
Por
Andrés M. Carretero *
Contrariando la opinión general, la vida en la época colonial, en
Buenos Aires y su campaña, no fue fácil ni barata.
Una casa de tres habitaciones, dependencias para el servicio y tres
patios, ubicada en el barrio de Santo Domingo, no se podía adquirir por menos
de cuatro mil quinientos a cinco mil
pesos, dependiendo de la calidad de los materiales empleados y si
tenía terraza.
El amoblamiento de la misma superaba los dos mil quinientos y se
acercaba mucho a los tres mil, o algo más si los muebles eran de jacarandá o
nogal o fabricados en España o Francia y traídos por encargo.
Los cortinados, fundas de los muebles, espejos, almohadones y otros
complementos representaban como mínimo los quinientos pesos, dependiendo de los
géneros usados, pues había diferencias apreciables entre el damasco, la seda y
el algodón posibles de utilizar en ellos.
En lo referente a la comida y la bebida, los gastos anuales eran
tolerables, dado que el alimentos básico era la carne, tanto vacuna, como ovina
o porcina, a la que se agregaban los animales domésticos, las aves de corral o
los salvajes de la fauna menor. Pero en promedio se necesitaba, para una
familia que podemos llamar tipo para la época, de cinco personas y otros tantos
sirvientes, no menos de 8 ó 10 pesos diarios, que eran entre 250 y 300
mensuales, o sea, unos 1.100 al año.
Aunque parezca excesivo este gasto en comida y bebida, debe
considerarse que el personal de servicio no cuidaba los utensilios utilizados y
buena parte de los elementos usados eran tirados a la basura o dados a los
perros y gatos de la casa o a los limosneros que a diario hacían sus recorridas
por el polo urbano de la ciudad.
Respecto a estos mendicantes, hay relatos que indican a varios de ellos
con sitios reservados en la Plaza Mayor, donde se dirigían, junto a su o sus perros, cuando habían logrado
la cantidad de comida apetecida y, tirados en el suelo, daban entre todos
cuenta de lo recogido.
Respecto a los gastos de comidas y bebidas, existía la recomendación
de tener como plato principal, carne de vaca hervida, no asada, acompañada con
mate o agua.
Una estimación promedio del costo de la batería de cocina era de cien
pesos o algo más, siempre que predominaran las piezas de cobre, pues si se
preferían las de plata, esa cantidad se multiplicaba por cuatro.
La cantidad de ropa blanca para las camas, como las toallas, insumía
al año una suma estimada en cien pesos.
Un gasto nunca ajustado y siempre cambiante fue el correspondiente al
calzado de las mujeres mayores, pues además de hacerse en cada casa los
zapatos, para ahorrar una buena suma, esa confección casera resultaba ajustada
al gusto estético de quien los llevaría, pero deficiente y, por ello, al año
cada mujer necesitaba renovar el calzado entre cuatro y cinco veces.
A ello había que agregar que cada dueña de casa, como sus hijas en
edad de casarse, necesitaban por lo menos tres tipos de calzado. Uno para
entrecana, otro para salir de visita o compras y un tercero para las reuniones
sociales, donde se bailaba.
Un gasto que era
incontrolable e imposible de evitar era el ocasionado por el mal trato que los
esclavos del servicio doméstico daban al menaje que no era metálico. Hay muchos
inventarios de bienes, que indican ese menaje como averiado en mayor o menor
proporción y son muchos los juegos de tazas, platos, copas o vasos incompletos
o desportillados. Muchas de las piezas metálicas ‑bronce, hierro o plata‑
presentaban abolladuras y hasta rajaduras que afeaban el aspecto o imposibilitaban
el uso. No eran raros en los inventarios los asideros o mangos defectuosos y
hasta faltantes.
La cantidad de personal doméstico variaba de casa a casa, pero para la
familia tipo mencionada, no era menos de cinco. El precio promedio de cada uno
de ellos era de entre 200 y 300 pesos, dependiendo de la edad, tiempo de estada
en la ciudad y habilidades. Su distribución en las tareas de la casa era más o
menos fija. Este personal se componía de un cocinero para hacer las compras en
el mercado y distribuir el menú diario en forma armónica y dentro del
presupuesto disponible; una persona para acarrear el agua necesaria en la
cocina y para fregar los utensilios usados; una tercera para paje y lacayo, que
acompañaba a la señora de la casa al templo, a recorrer tiendas y a hacer las
compras y que se ocupaba de la
limpieza de los niños; una cuarta persona era quien hacía de cochero y en los
ratos libres se ocupaba de la limpieza de la casa y demás menesteres
interiores.
En las familias pudientes, a este plantel básico se agregaba la negra
de cría, así llamada por ser quien amamantaba a los niños pequeños y ayudaba a
la señora en la intimidad de su alcoba. Todo ese personal doméstico de origen
esclavo estaba supervisado por el mayordomo blanco que los controlaba y
corregía, evitando roturas y robos.
Como no había
profesionales en ese entonces para este último trabajo, se lo agregaba con una
asignación anual y un lugar para vivir. A pesar de estas ventajas, hubo quienes
lograron ubicarse en el seno de familias importantes para desaparecer al poco
tiempo, con dinero, alhajas o ropas, como consta en el archivo de Tribunales.
Otro gasto que significaba preocupación era la limpieza y conservación
de las prendas, pues además del lavado era necesario almidonarlas, especialmente
las enaguas y los delantales, para cuando se recibían visitas. La ropa de uso
personal y la de cama e higiene, se deterioraba bastante, por el método
utilizado para lavarla, ya que los jabones usados estaban fabricados en base a
lejías que debilitaban, cuando no carcomían, las fibras de los tejidos, junto
con el apaleamiento complementario, que se hacía en las toscas del río, para
sacar de ellas los excesos de jabón.
En general esa sociedad colonial puede ser considerada como austera,
salvo cuatro vicios. Uno de ellos era el abanico, prenda imprescindible para
una mujer que apreciaba la elegancia y la sofisticación sociales. Otro
correspondía a los hombres y era el uso de relojes de bolsillo, también
considerados esenciales, para completar el vestir masculino en todas las
actividades diarias. Un tercero era de hombres y mujeres, y consistió en el
consumo de tabaco y de rapé. Este último se decía que estaba reservado para las
personas de estudio y se le atribuían propiedades para aclarar los pensamientos
y tener la cabeza clara.
El cuarto defecto o vicio fue el de la excesiva
limosna, cuando superaba las realidades fácticas de quien la prodigaba. Hubo
familias que hicieron una cuestión de honor de la cantidad de mendicantes que
acudía a su puerta a diario para obtener comida, ropa, calzado. Esa ayuda
incluía a sacerdotes, sin distingo de órdenes.
Son muy raras las manifestaciones sobre mujeres dadas
al excesivo consumo de bebidas, pues ni aún entre las esclavas, manumitidas o
libertas han quedado registros de sus nombres o costumbres.
Un rubro de poca repercusión en la sociedad de su tiempo es el que
corresponde a los gastos en bibliotecas y libros, posiblemente por el elevado
precio de ambas cosas.
De los inventarios, legajos y herencias posibles de consultar, se
desprende que las casas más lujosamente puestas, correspondían al alto clero,
especialmente en los rubros de muebles, ya que en ellas predominaron los de
jacarandá con patas torneadas de pie de cabra, colgaduras de damasco y hasta
mulas mansas con las consiguientes guarniciones adornadas con penachos de seda.
Dado los cambios ocurridos en la economía argentina resulta imposible
hacer una estimación del valor adquisitivo de la moneda de aquel entonces
comparándola con la actual, pero es posible inferir que el presupuesto de la
familia tipo considerada, significó el equivalente de quince o más de las
familias de los sectores trabajadores.
* El autor es historiador
porteño. Este artículo fue publicado en “Historias de la Ciudad – Una Revista de
Buenos Aires” (N° 18, Diciembre de
2002), que autorizó su reproducción a la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de
Buenos Aires.
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