Ropa y comida
en el Buenos Aires del siglo XVIII
Por Andrés M. Carretero *
Vestuario
Existe la idea generalizada de que la gente que vivió en Buenos Aires,
en el siglo XVIII, lo hizo vistiendo, calzando y comiendo muy pobremente. Este
concepto es correcto si se refiere a los sectores blancos más pobres y a los
afroporteños. Las diferencias sociales basadas en las diferencias económicas
determinaron muchos desniveles.
Así los hombres en general, para la década de 1760, se vestían con
medias abotonadas de todos los colores, caracterizadas por ser anchas, o sea,
grandes, para permitir el uso de las botas duras y rígidas, pues sus cueros no
estaban muy bien curtidos y por ello lastimaban la piel. Era costumbre en esa
época calzar dos pares de medias. El origen de esas medias podía ser España,
Inglaterra o confeccionadas en las casas familiares utilizando lanas
provenientes de las ovejas bonaerenses o de camélidos de las provincias del
norte. Ese origen diverso determinaba el costo y con ello, el precio de venta
al consumidor.
Para la incipiente clase media y la burguesía porteña, los calzones
(calzoncillos) debían ser blancos, confeccionados en lienzos de todos los
colores. Los de montar eran más anchos. Los chalecos debían tener por lo menos
seis botones, para ajustarlos mucho al pecho, evitando arrugas. En su ausencia
se usaban dos solapas de bayeta con dos cintas a los lados para atarlas
alrededor de la cintura. Las chupas, eran prendas de vestir que cubrían el
tronco, con o sin faldillas y mangas muy ajustadas, que se usaba debajo de la
casaca. En caso de no tenerla se la usaba como prenda exterior, lo que
demostraba un sector social con menos recursos. El excesivo uso o mal trato,
dio origen a la expresión popular de "como
chupa de dómine", para demostrar extrema pobreza. Llevaban cuatro a
seis botones de metal y dos cuerdas para ajustarla a la cintura. Como en el
caso de las medias, su confección se realizaba en Inglaterra o con géneros de
ese origen, en España o en la confección casera.
Las camisas podían ser de varias telas, con gran variedad de colores,
amplias, para facilitar los movimientos y con puños abotonados.
La cabeza se cubría con los gorros llamados de Pinzón, en muchos
colores y grandes, lo mismo que los sombreros. Estos últimos eran de fabricación
española. El tamaño de ambas prendas era más grande que el normal, pues la
mayoría de los hombres usaba cabello largo. En los sombreros predominaba el
color negro y el ala era ancha y ondulada, para facilitar doblarla y cubrir la
luz del sol a los ojos.
La gente de clase media y burguesía usaba preferentemente como ropa
exterior la capa de confección española o casera, pero el resto de la población
usaba poncho de origen chileno, tucumano o de las llamadas provincias de arriba
(Salta, Jujuy y Alto Perú). La calidad de los mismos variaba de acuerdo a las
lanas y telares usados. Los buenos eran de lana pura, realizados con las
técnicas de los indios americanos. Los intermedios se realizaban mezclando lana
y algodón. Los más baratos se llamaron por la tela usada, tocuyos. Eran los más
toscos y rústicos, de aspecto no atrayente, pero de gran durabilidad, y
caracterizaron la vestimenta de los esclavos y de los trabajadores rurales
llamados gauderios o camiluchos, más tarde, gauchos.
El calzado de la ciudad,
para las clases medias y alta consistía en zapatos de suelas (cuero), con
hebillas de acero. En el campo se usaban la bota hoy llamada de media caña,
para los propietarios, mientras los peones usaban bota de potro, obtenida con
el cuero de las patas de novillos, toros o vacas, de corta duración, por falta
de preparación del cuero, por lo que eran renovadas en dos o tres ocasiones en
el año. Los más pobres y los afroporteños andaban sin calzados o con lo que le
regalaban los amos. Respecto a la ropa del sector esclavo, fue muy diversa, ya
que iba desde el simple poncho que cubría todo, con una cuerda atada a la
cintura, hasta las ropas descartadas por las mujeres y hombres de las casas en
la que servían, adaptadas a los cuerpos de los nuevos portadores.
En el recado o montura se acostumbraba llevar pellones de origen
chileno o tucumano, que servían para cabalgar y en la noche suplir la cama.
En lo que respecta a la ropa femenina, usada por la clase en
condiciones de adquirirla en los negocios de la ciudad o confeccionarla en el
seno de los hogares, consistió en medias de lana en varios colores,
preferentemente azules o coloradas. Las enaguas más popularizadas eran de lino.
Las camisas del mismo género, muy parecidas a las masculinas. Las polleras eran
confeccionadas o compradas en telas gruesas, sin tener un color preferido. Las
batas eran cortas, hasta la cintura, en varias calidades de géneros o telas.
Por su parte los zapatos de cuero, tenían tacos de dos centímetros de alto.
Comida
El Cabildo porteño, siempre se preocupó en determinar la calidad,
tamaño, peso y precios de los alimentos ofrecidos a la población. Respecto al
pan, se puede decir que en general fue de buena calidad, a precios accesibles
para la mayoría de la población. Las excepciones fueron determinadas por la
ausencia de buena harina. Para compensarla se recurrió al uso de harinas de
otros cereales, por lo que el producto fue considerado de baja calidad (baxo) y
con ello se rebajaba el precio. A veces los panaderos recurrían a maniobras
dolosas, como el uso de harinas con gorgojos, húmeda o pasada, que se
distinguió en este último caso por el sabor ácido del producto. En los Acuerdos
del Cabildo se encuentran repetidas referencias al pan fabricado con
"harinas corrompidas". Mucho del pan consumido en la ciudad se
fabricaba en hornos familiares, para consumo de la familia y venta entre los
vecinos y las amistades. Todas las transgresiones a las disposiciones
municipales, fueron sancionadas con las correspondientes multas o cierres temporarios
de los negocios. Las pulperías fueron los lugares donde la población de
extramuros pudo adquirir este producto, considerado como indispensable.
Las carnes consumidas por los porteños fueron muchas y abundantes. Las
vacas se mataban en número excesivo por lo que sobraban cortes, que se
regalaban a los menos pudientes. Ello llamó la atención de todos los viajeros,
pues para ellos era anormal que en los ranchos se asaran para la cena,
costillares enteros o en los barrios de los negros libertos (San Telmo,
Monserrat, Barracas y la Boca), la alimentación fuera abundante, basada en el
mondongo, preparado de muchas maneras diferentes, siguiendo recetas de origen
africano, transmitidas de generación en generación. También llamó la atención
la preparación de empanadas, con la misma víscera, pero con sabor a carne de
aves.
En la cocina porteña intervinieron las gallináceas y sus huevos. Los
cerdos y ovinos, previamente cebados y criados en corrales, ubicados en el
tercer patio de las casas, intervinieron en forma de asados o
"cocidos". Una variante muy común en la comida de la clase intermedia
entre los pobres y los ricos, fue la tortilla a la española, con pocas papas,
compensada con chorizos muy condimentados con pimentón. Otro plato difundido
fueron las patitas de cerdo saladas y condimentadas con ajíes. Se las hacía
hervir, hasta sacarles la mayor cantidad de grasa. Estas tortillas y patitas
fueron el alimento básico de muchos propietarios de tiendas y tendejones que
funcionaron en los alrededores de la Plaza Mayor.
Otras carnes fueron
provistas por conejos, liebres, patos, perdices y ocasionalmente peludos,
etcétera.
Un plato habitual fue el "cocido", hoy llamado puchero, que
aceptaba todo tipo de carnes, verduras y legumbres. Eso permitía elegir a los
comensales los ingredientes de su preferencia.
Ese cocido o puchero, entre los sectores más pobres tuvo como variante
el cocido de cola o de pata, en el que se reemplazaban los pedazos de espinazo,
puestos para obtener un caldo con mucha grasa, para hacer la sopa de fideos o
porotos.
Para freír se usó el aceite de oliva y, en su defecto, las grasas
vacunas y muy ocasionalmente la de gallina.
La mayor parte de las comidas en base a carnes rojas, tenía mucha
grasa, considerada entonces como básica para estar gordo, sano y fuerte. Muy
pocos espumaban las ollas, para sacar las grasas que afloraban en la cocción.
El pescado fue un alimento cárneo de secundaria importancia en la
alimentación porteña. Se pescaban pejerreyes, lenguados, patíes, surubíes,
bogas, sábalos, bagres, lisas y anguilas, corvinas, brótolas, anchoas, peces
gallo, dorados, dientudos, sardinas, congrios, etcétera, pero ninguno de ellos
fue el plato principal de almuerzos o cenas. Ese rechazo podía responder a dos
razones principales: la carne de vaca era abundante, barata y fresca, en cambio
la de pescado corría el riesgo de carecer de sabor atrayente y de estar
corrompida por los calores de verano. Sin embargo, era la comida habitual entre
las familias consideradas de pro, para cumplir con los preceptos religiosos de
los viernes, los días de vigilia y en Semana Santa. Una variante en materia de
carnes de origen marítimo o fluvial, fueron las secadas al sol, previa limpieza
externa e interna o las conservadas en Europa, como el bacalao, sardinas y
salmones. Estas últimas fueron de casi exclusivo consumo de la población
urbana, pues se desconocían en el interior de la provincia.
Las verduras y legumbres
tuvieron tierras aptas para su producción, por lo que berenjenas, escarolas,
brócolis, repollos, nabos, apios, pimientos dulces, papas, tomates, ajos,
cebollas, espárragos, lechugas, garbanzos, porotos, arvejas, etcétera, no
faltaron en las mesas de las clases pudientes. La producción estuvo acorde con
la demanda, que fue escasa y reducida a unas pocas familias que preferían
menúes diferentes a los elaborados en base a carnes rojas.
Un complemento de esta alimentación fueron las frutas mendocinas ‑uvas,
manzanas, higos, orejones, guindas, ciruelas, pasas y otras frutas secas. El
mismo origen tuvo una parte del vino consumido, que complementó la importación
desde Europa.
También en
muchas familias se consumieron arropes, de origen mendocino y posteriormente
cuyanos. Los dulces más comunes fueron hechos en base a duraznos, naranjas,
toronjas y batatas. En materia de pastelería, se hicieron masas dulces, roscas,
rosquillas y tortas muy elaboradas para ocasiones especiales. En esta materia
se destacaron las mujeres llamadas "rosqueras" o
"torteras", que encontraron en esa actividad un medio de reunir dinero,
con bajos costos materiales y mucha mano de obra. Algunos conventos se
distinguieron por la delicadeza de sus postres y dulces. Su producción tuvo un
amplio mercado de venta, pues era aceptada desde los conventos, las casas de
familia y las pulperías. Competían de igual a igual con los pastelitos de las
negras, pero tenían la ventaja de ser considerados mejor y más limpios en la
fabricación.
Bebidas
El agua y el vino fueron las más popularizadas. La primera era de mala
calidad, por provenir del río o de las napas subterráneas, o sea, no ser
química o higiénicamente apta para el consumo humano. A pesar de ello, toda la
población la usó en mayor o menor medida, especialmente en el mate, que fue la
bebida popular por antonomasia, ya que era de rigor ofrecer mate a las visitas,
a los viajeros, a los niños y a los mayores, sin importar la hora, antes y
después de las comidas. Las variantes que registró su consumo fueron en primer
lugar, dulce o amargo. El primero se lograba con azúcar o edulcorante ‑miel; con
cáscaras de limón, naranja y alguna otra fruta. También se acostumbró agregarle
una pequeña porción de café. Le siguió la leche, consumida sola, en el mate,
con el café o con chocolate y muy poco en el té. Otras bebidas fueron la
horchata y el sorbete. Este último se hacía en base a frutas como limón, ananá,
naranja y algunas otras, disponibles en las épocas de cosecha.
Los adultos consumieron vinos cuyanos, chilenos y españoles.
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